Si has viajado alguna vez fuera de España, posiblemente hayas echado de menos una persiana. Ese elemento aparentemente tan simple, casi identitario, que regula nuestra relación con la luz y con el exterior. Suena exagerado, pero ¿y si algo tan cotidiano como bajar la persiana al irnos a dormir estuviese afectando directamente nuestra salud? María Gil Díaz, arquitecta, interiorista y referente en neuroarquitectura en España, afirma tajante que mantener las persianas cerradas por la mañana "impide que la luz detenga la producción de melatonina y estimule el cortisol necesario para energizarnos".
Aunque las persianas nacieron con el fin práctico de protegernos del calor, hoy las usamos para aislarnos de múltiples factores. Pero Gil advierte que su uso excesivo tiene un coste biológico: "La luz natural es una necesidad biológica fundamental. Evolucionamos durante millones de años bajo el sol, y solo en los últimos 150 años introdujimos luz artificial. Nuestros cuerpos necesitan sincronizarse con la luz solar como principal regulador del reloj biológico". Vivimos, según explica, en entornos cada vez más artificiales mientras "nuestros cuerpos siguen siendo los mismos que caminaban nómadas por las estepas".
Persiana: de aliada a enemiga
A menudo despertamos en oscuridad completa, especialmente en España, país líder en uso de persianas. "Despertar en oscuridad es percibido como amenaza por nuestro organismo, causando irritabilidad, menor claridad mental y afectando eventualmente nuestro sistema inmunológico", explica Gil. Frente a esto, la neuroarquitectura promueve diseñar espacios que nos permitan amanecer con la luz solar, ya que el despertar natural reduce riesgos para la salud como estrés, depresión e incluso ciertas enfermedades graves.
"Sabemos que el trabajo nocturno aumenta un 40% el riesgo de ciertos cánceres", señala la arquitecta, quien también alerta sobre las actuales "pandemias sociales como obesidad, estrés o depresión, porque vivimos desconectados de nuestra biología". Aunque Gil no condena radicalmente las persianas: "La persiana bien usada es una bendición. Nos protege de temperatura, reflejos, climatología adversa, iluminación nocturna, ruidos, miradas ajenas y vandalismo". El problema real es, en sus propias palabras, "una sociedad que ha secuestrado la noche".
El dilema cultural de la privacidad
¿Por qué entonces esta dependencia de las persianas en España? "En la cultura mediterránea, la persiana representa esa frontera entre lo público y privado", reflexiona Gil. Pero esta aparente necesidad cultural esconde múltiples factores: "protección lumínica, acústica, climática, vandalismo o seguridad psicológica, además de intimidad y control". Curiosamente, esta protección cultural termina interfiriendo con nuestros ritmos naturales de sueño y vigilia, llevando a una contradicción donde nuestro confort inmediato perjudica nuestra salud a largo plazo.
Gil menciona que en países nórdicos, donde no existen persianas, hay una mayor conciencia sobre la importancia de la luz natural: "En países con inviernos largos valoran más la luz natural. Pero España está entre los países con mayor contaminación lumínica de la Unión Europea, es el segundo país más ruidoso del mundo y tiene una elevada densidad poblacional". Según la arquitecta, si los países nórdicos tuvieran que enfrentarse a estos factores, probablemente también acabarían echando mano de la persiana.
Alternativas conscientes y saludables
Para quienes buscan alternativas que permitan conservar privacidad sin renunciar a los beneficios de la luz natural, Gil propone soluciones prácticas y sencillas: "Celosías, vidrios traslúcidos, cortinas de tejidos naturales, patios interiores, lucernarios, disposición estratégica del mobiliario". Sugiere además que la tecnología más sofisticada solo debería usarse en situaciones muy específicas, como necesidades especiales de movilidad.
¿Debería la arquitectura española evolucionar hacia espacios con mayor exposición lumínica natural? "Absolutamente", responde Gil. Critica el diseño urbano actual, que "prioriza máquinas y consumo sobre necesidades biológicas", y lamenta cómo hemos "secuestrado la noche con iluminación excesiva, perturbando nuestros ritmos y los de otros organismos". Para Gil, el futuro de la arquitectura debería ser radicalmente distinto: "Necesitamos ciudades conectadas con la naturaleza, no solo para bienestar humano, sino para la vida".
Finalmente, sobre la tendencia creciente de integrar la neuroarquitectura en nuevos proyectos, Gil muestra preocupación por cómo se utiliza: "Lo que observo no es tanto un cambio de paradigma, sino cómo están aprovechando conceptos como la neuroarquitectura para alimentar el mismo sistema que ha creado los problemas que intentamos resolver". En su opinión, "la verdadera neuroarquitectura debería ser radicalmente anticonsumista, proponiendo modelos de vida más sencillos, conscientes y alineados con nuestros ritmos internos".
Un planteamiento que nos invita, sobre todo, a reconectar con lo más básico: vivir según el ritmo natural del sol, como humanos, y no como máquinas atrapadas en la sombra artificial de una persiana.