En Tokio Blues, Haruki Murakami describe cómo Watanabe dedica tiempo meticuloso a limpiar su cuarto de estudiante: cada objeto tiene su sitio, cada gesto repite una rutina. Es su forma de protegerse del desorden emocional que arrastra. Y aunque pueda parecer un rasgo excéntrico, hoy sabemos que ese impulso tiene una raíz neurológica.

María Gil Díaz lo confirma con claridad científica. Arquitecta, interiorista y miembro del ACE, Centro Educativo de la Academia de Neurociencia para la Arquitectura, ha dedicado su carrera a estudiar cómo el espacio moldea el cerebro. Ha desarrollado el Método AENAD®, basado en neurociencia cognitiva y afectiva, y es la creadora del primer Máster en Neuroarquitectura de España. Según explica, “la evidencia científica es contundente: el desorden visual tiene un impacto en nuestro sistema nervioso medible”.

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El desorden activa las alarmas

“Cuando percibimos desorden, el cerebro debe dedicar recursos adicionales para procesar esa información caótica”, explica. Desde el punto de vista evolutivo, esto tiene sentido: nuestro cerebro busca patrones para identificar amenazas o recursos. Si no puede predecir lo que tiene delante, se mantiene en alerta.

“El desorden dificulta esta función y crea un estado de alerta constante”, señala. Esta sobrecarga sensorial no es inocua. “Genera fatiga, disminuye nuestra capacidad atencional, hiperactiva el sistema nervioso simpático —responsable de la respuesta de lucha o huida— y activa la amígdala cerebral. Esto desencadena respuestas de estrés, aumentando los niveles de cortisol y reduciendo la serotonina”. Es decir, estrés y ansiedad incluso en quienes aseguran estar acostumbrados al caos.

Un entorno ordenado, por el contrario, permite procesar la información sin esfuerzo excesivo, que nuestro sistema nervioso se relaje y libere esos recursos para otras funciones como la creatividad, la reflexión o simplemente el descanso”.

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Elementos que calman (y los que no)

Entonces, ¿cómo crear espacios que nos regulen? La clave está en reconectar con la naturaleza y con nuestra historia personal. “Los elementos que más efecto calmante tienen sobre nuestro sistema nervioso son aquellos que nos conectan con experiencias felices y con la naturaleza, real o simulada”.

Las plantas son uno de los recursos más eficaces. “Su presencia reduce nuestros niveles de estrés. Recomiendo al menos una maceta por estancia o cada 10 m²”. Lo mismo ocurre con el agua: fuentes, cascadas o piscinas estimulan las ondas cerebrales alfa, asociadas con la relajación. También funcionan el fuego (velas, chimeneas), las texturas naturales como la lana o el terciopelo, y los colores neutros o terrosos. “Elementos con formas curvas, orgánicas y simétricas también reducen los estados de alerta y activan los centros del bienestar”.

La luz es otro aspecto esencial. “Las luminarias que simulan la luz natural ayudan a no interferir en nuestro ciclo circadiano”, explica. Y los olores, lejos de ser un capricho, tienen un efecto directo: “Difusores con aceites esenciales, como lavanda o cítricos, regulan el sistema nervioso. También los muebles que permiten un movimiento suave, como mecedoras”.

Pero no todo vale. Algunos elementos populares en decoración pueden ser perjudiciales. “Las pantallas y dispositivos tecnológicos hiperactivan nuestro sistema nervioso, incluso apagados. Mantienen al cerebro en estado de alerta”. El problema no es solo el uso excesivo: “El vamping —exposición a pantallas por la noche— inhibe la melatonina y altera el sueño. A largo plazo, puede afectar al desarrollo del córtex prefrontal”.

Tampoco ayuda el exceso de patrones, colores intensos o el minimalismo extremo. “Nuestro cerebro necesita cierto grado de estimulación sensorial equilibrada: ni demasiado simple ni demasiado complejo. Los abusos generan estrés e incluso migrañas en personas sensibles”.

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El poder del tacto (y de los recuerdos)

No todo es lo que se ve. El cuerpo también responde a lo que se toca. “El tacto es uno de nuestros sentidos más primitivos y potentes. La piel es el órgano sensorial más grande”, recuerda Gil. “Texturas suaves, cálidas y de materiales naturales activan directamente el sistema nervioso parasimpático, responsable de la relajación y la sensación de seguridad”.

Y no hace falta tocar para que el efecto se produzca. “Nuestro cerebro simula la experiencia táctil de objetos que simplemente observamos. Es lo que se llama simulación encarnada”.

El confort también es emocional. “Objetos familiares o emocionalmente significativos, como una foto feliz o una figura espiritual, pueden tener un efecto calmante. Porque traen a la mano emociones favorables”. En cambio, objetos con carga negativa —una foto que recuerda una ruptura, un mueble heredado con mala historia— pueden alterar el equilibrio.

La idea no es llenarlo todo de recuerdos y plantas. Es elegir con criterio. “Necesitamos una estética que concilie con la biología humana, no que la violente. La sencillez, la naturaleza y la conexión emocional favorable son las claves de un entorno que realmente nos cuide”.

Al final, no se trata solo de diseñar espacios bonitos. Se trata de diseñar espacios que respeten cómo funciona el cuerpo humano. Que nos permitan estar bien. Porque, como insiste Gil, “el bienestar en nuestros espacios se potencia mediante dos vías: incorporar elementos de naturaleza, y rodearnos de objetos con valor emocional positivo”. Todo lo demás —el estilo, la tendencia, la estética— debería construirse sobre esa base.