En cuadros, en escenas de películas y en dibujos de cómic suelen asomar formas arquitectónicas transfiguradas por el código artístico que, en cada caso, las represente. Estamos habituados a esas transferencias del arte de la arquitectura a las artes visuales: volumetrías representadas en superficies planas donde se simulan o se descomponen las honduras y oquedades de una construcción. Pero también la literatura “proyecta” casas, moldeando la materia verbal sobre estructuras narrativas.

Algunas grandes novelas (muchas han sido llevadas al cine) tienen como protagonista principal una casa de familia, señorial o modesta, y su diseño, sus materiales y modos de construcción suscitan la historia que nos cuenta la novela. Podríamos hablar de Tara, la mansión sureña que es el verdadero amor de Scarlett O´Hara en Lo que el viento se llevó, pero poco se parece la casa descrita por Margaret Mitchell en su novela con las imágenes de Tara que ha visto el mundo entero, incluso en anuncios de ahora mismo.

En cambio, el modelo de La casa de las siete torres, de Nathaniel Hawthorne, no solo sirvió de escenario real a la adaptación cinematográfica sino que aún existe, en Salem (Massachussets). E importa, sobre todo, que la arquitectura de esa casa está en la médula de la trama narrativa. El vocablo técnico incluido en el título (The house of seven gables) se ha traducido como “tejados” o “torres” y no “gabletes” (que, es cierto, no suena muy bien), que proviene también del francés “gablet”: es el remate de estilo gótico que, a modo de frontón triangular, coronaba arcos y ovijas en vanos y ventanales.

Tal elemento de la arquitectura medieval cruza el océano, con los primeros inmigrantes que se afincaron en la zona este de los futuros Estados Unidos. Con el tiempo, aquel remate puntiagudo ganaría protagonismo, en los sólidos caserones de madera de roble de Nueva Inglaterra. Parecería -cuenta el autor de esta novela- que los siete gabletes o torrecillas fueran (observando de lejos la cubierta) una “hermandad de edificios” calentada por la misma enorme chimenea central.

La habilidad del narrador convierte otro rasgo arquitectónico heredado de la metrópoli en un verdadero agente de acción dramática: “La sombra proyectada por el saliente de la segunda planta da a la casa una apariencia meditabunda, y pocos pasan por delante sin pensar que se guardan allí extraños secretos y una historia terrible”. Una historia terrible y casi gótica, con asesinatos, amores truncos, condenados por brujería, fortunas y aristocracias perdidas, y un héroe plebeyo, vengativo y poderoso: el carpintero (descendiente del constructor) que conoce la entraña de la complicada viguería de roble que sostiene la casa que guarda el secreto de un robo y un crimen disfrazados de brujería. La historia, no se olvide, ocurre en Salem.

Por Ana Basualdo.