Para que una casa sea un hogar no basta con equiparla para que todo funcione, resulte cómoda y parezca bonita. Una casa no es un hogar hasta que se llena de vida, pero no solo de la gente que la habita, también de objetos que hablan por sí solos, que narran historias. La elección del mobiliario, de las lámparas, de las alfombras o las cortinas dice mucho de los propietarios de la casa, pero los que hablan de verdad son los objetos sin un uso definido que la habitan: fotos, cuadros, souvenirs de viajes, dibujos infantiles, recuerdos familiares, y demás cosas cuyo no es funcional sino sentimental. Cualquier casa podría funcionar como un reloj sin ellos, pero sería una casa sin relato. Y una casa sin relato no es un hogar.

La mayoría de nosotros, excepto los que han caído en brazos del minimalismo más radical, vivimos rodeados de objetos, de cosas absurdas, que no tienen más utilidad que la de hablar de nuestra personalidad, de nuestra forma de ser y estar en la vida, de nuestros gustos tan únicos y personales, de nuestra biografía, de tratar de contarnos de dónde venimos, de apegos sentimentales que solo nosotros podemos comprender e incluso de obsesiones coleccionistas difíciles de justificar.

Sin ir más lejos, yo tengo una colección de más de cien ovejas que no sabría explicar porqué empecé y porqué sigo con ella. O sí sabría explicarlo, pero no comprenderlo del todo. Todo empezó hace unos años, cuando decidí cambiar de casa una preciosa oveja que vivía en el pesebre de un amigo: pasó de su casa a la mía porque creí que en la mía estaría más a gusto. Y sin saber muy bien cómo, las ovejas de los pesebres de otros acabaron formando parte de mi rebaño particular. Alguien poco abierto de mente podría decir que eran hurtos, pero nada más lejos de mi intención. Tan solo pretendía darles mejor vida, porque en ningún lugar se está mejor que en casa que decía Dorita en el Mago de Oz. Y eso equivale a decir que en ningún lugar se está mejor que en MI casa.

Lo incomprensible de mi afán coleccionista quedó patente cuando amigos y familiares empezaron a traerme ovejas de sus viajes, ovejas compradas en tiendas de souvenirs que nada tenían que ver con el origen de las de mi peculiar rebaño. Aunque desvirtuaban el sentido de mi colección, me consolé pensando que desde luego iban a estar mejor n mi casa que en el estante de una tienda de recuerdos, así que acepté la intromisión. A mi rebaño se sumaron ovejas procedentes de Suecia, Irlanda, Japón, Colombia, Rusia, Perú o Creta que pastan ahora con mis ovejas oriundas de Belén. Y se llevan bien, conviven pacíficamente a pesar de sus distintas razas, nacionalidades y estatus sociales (las de cerámica, por ejemplo, no desdeñan a las de plástico, ni las de lana presumen de ser más orgánicas que las de espuma inyectada (que también las hay). Es un rebaño diverso, integrador. Eso me gusta.

Quienes visitan mi casa me hacen preguntas sobre su procedencia, comentarios sobre lo infantil kitsch, absurdo y demás adjetivos negativos a propósito del objeto de mi colección. Otros, sin embargo, lo alaban, se identifican conmigo, incluso me atrevería a decir que sienten envidia, que piensan que soy una persona sofisticada y original. Gracias a mi particular rebaño recibo mucho feed-back de mis visitas, lo que estoy segura redunda en que se hagan una acertada opinión de mí, pues soy tan cursi como sofisticada. Algunos, incluso, puede que vislumbren en esa reunión de ovejas mi ideal de igualdad.

Esas ovejas grandes, pequeñas, hembras, machos, con cuernos, sin cuernos, orgánicas, inorgánicas, feas, guapas, gordas, delgadas, peludas, peladas, blancas, negras, expresivas, inexpresivas, simpáticas, antipáticas, altivas o humildes cuentan historias sobre mí que yo misma no sería capaz de explicar. Por eso viven conmigo. Po eso todos acabamos viviendo con objetos que explican quiénes somos mejor que nosotros mismos. Por eso las cosas absurdas tienen el inmenso poder de construir un relato que logra convertir una casa en un hogar. Y ya puede decir Marie Kondo que nos desprendamos de ellas para vivir mejor. La invito desde aquí a pastar con mi rebaño. Eso sí es vida.