Cuadros del paisaje mallorquín

Antonio García-Ruiz plantea en este proyecto una sucesión de espacios flexibles y polivalentes que captura las visiones del paisaje mediterráneo

22 de agosto de 2018, 09:34

Es un terreno situado en la isla de Mallorca, en forma de trapecio y orientado al sur (al Mediterráneo), se ubica esta casa de veraneo, de volúmenes blancos fragmentados por patios, porches y terrazas, proyectada por Antonio García-Ruiz. Fragmentaciones y huecos que configuran el edificio, pero que, a su vez implican maneras de enmarcar y de apropiarse del paisaje a través de la arquitectura.

No se trata solo de contemplar estáticamente el mar desde una terraza, sino de toda una estrategia formal (aberturas alargadas en el tejado para enmarcar el cielo, entre otros recursos) para acentuar la sensación de estar viviendo en el interior del paisaje, sin “disimular” –sino más bien al contrario– la distancia del mar. Por momentos (en los porches y las terrazas) parecería que estuviéramos en un hangar, un aeropuerto; una arquitectura que mantiene relaciones puras y dinámicas con el paisaje.

Rodeada de pinos y otros árboles característicos del litoral insular, la casa se amolda a la suave pendiente del terreno. Por eso, el acceso está situado en el nivel más alto de la parcela. La entrada a la vivienda –un vestíbulo a modo de patio interior con el techo acristalado– activa la primera estrategia en relación con el paisaje: el modo de sugerirlo a través de anticipaciones, de intensificaciones de la luz natural.

Un muro de basalto oblicuo enmarca un fragmento de las vistas que aún nos falta descubrir desde allí. El muro penetra en el interior, y contra ese fondo negro la escalera, de piedra blanca y ligera, sin contrahuella, parecería que flotara en el aire. El techo de cristal asegura y multiplica el efecto. Los dormitorios de la familia (padres e hijos ocupan alas respectivas) están comunicados por un amplio espacio de recepción, con algo de patio que distribuye caudales de luz, funciones, gradación de niveles.

En la planta inferior, las principales zonas comunes (cocina, comedor) se articulan a lo largo de una serie de espacios de reunión en dos niveles interconectados, separados del mundo exterior por la inclinación del terreno, y volcados a una gran terraza y a la extensión de paisaje mediterráneo que desde allí se abarca. Esta evolución de la mirada –desde la entrada hasta la terraza– transcurre a través de la sensación de transparencia y de continuidad, mediante una sucesión de espacios flexibles y polivalentes, a modo de un fluir natural, primero del exterior al interior, y otra vez al exterior (azul y lejano, y, a la vez, “enmarcado” o “dramatizado” por la arquitectura).

La sensación de transparencia y continuidad (el fluir de espacios, la armonía entre el interior y los “cuadros” de paisaje intercalados en la casa a través de patios, porches, terrazas y superficies acristaladas) no surge solo de la magia del dibujo, de la pureza de la geometría, sino también –y en gran medida– de los materiales. Aspectos diversos del proyecto que explican la “magia” del resultado, del escenario doméstico al borde del Mediterráneo, extensible hasta el mar.

La sensualidad de la piedra caliza en tono claro (la misma en la fachada, en el pavimento y en los baños), y la continuidad graduada entre la carpintería interior, de madera lacada en blanco brillante, y la exterior, de aluminio plateado, son vehículos del sosiego y la armonía. Interiores luminosos, blancos, amplios y serenos que no temen, sin embargo, la presencia de unas manchas rojas (butacas, cojines en las sillas del comedor), sino que las acogen como un mar que no distingue entre unos pocos rojos en una flota de veleros blancos.

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