Bio, eco u orgánico son conceptos que responden a los mismos criterios definidos por la legislación, en los que se habla de reducir el consumo de pesticidas y fertilizantes en la producción de los alimentos, evitar los organismos transgénicos y otros condicionantes que corrijan los excesos de la agricultura intensiva industrial.

Cuando una producción agraria o ganadera cumple con los criterios establecidos por la Unión Europea, consigue el etiquetado bio. Pero alerta con aquello que trasciende de la información hacia el reclamo comercial. Dice la RAE que etiqueta significa “calificación estereotipada y simplificadora”, y, desgraciadamente, cuando hablamos de etiqueta bio demasiadas veces nos encontramos con esta acepción.

Bio suena bien. De manera inconsciente te conecta con lo vivo, con el propio ser y genera una sensación de naturalidad, de salud, de sostenibilidad. Los departamentos de marketing lo saben, y demasiadas veces se sugieren significados que no siempre son correctos y dan lugar a confusión. Lo vemos en alimentos, pero también en otros sectores como en los materiales y en la permanente asociación de términos como biodegradable, bioplástico y algodón bio con lo ecológico y sostenible que carece por completo de argumentos objetivos.

El proyecto From Venice with Algae de Pablo Dorigo es una colección de sellos postales realizados con algas contaminantes recogidas de las aguas de Venecia.

Contra el greenwashing alimentario

En 1993, la Unión Europea lanzó el ecoetiquetado para una gran cantidad de tipos de productos de consumo, entre los que se incluían los alimentos, con el fin de garantizar las buenas prácticas y ayudar al consumidor a diferenciar los productos más ecológicos. Desde ese momento, decir eco o bio de un alimento era algo exclusivo de los sistemas de producción ecológica.

Pero en el año 2000 el gobierno español decidió desregularizar el uso del término “Bio”, contraviniendo el derecho comunitario, para que cualquier empresa pudiera emplearlo como elemento de marca sin mayor argumento que el publicitario. Todos podemos recordar nombres de yogures, zumos y otros preparados con el prefijo bio que al cabo de unos años volvieron a cambiar de nombre.

Para evitar este sinsentido, en 2007 la UE elaboró la normativa exclusiva para agricultura y ganadería que ha dirigido los preceptos aplicables a los alimentos bio o eco hasta este año. Así, en el proceso de mejora legislativa y de avance hacia una sociedad sostenible que está llevando a cabo la UE, en 2021 entra en vigor el nuevo reglamento que supone un verdadero avance en el camino hacia la sostenibilidad y la veracidad del etiquetado.

En principio, se presuponen controles más estrictos y un criterio más claro a la hora de discernir la buena praxis del greenwashing alimentario. Ojalá sea así y se vea acompañado de las ayudas necesarias que hagan viable un modelo de cultivo verdaderamente ecológico.

Desintegra.me, de Margarita Talep, es un bioplástico efímero producido a partir de algas.

Política de precios

La extensión de la alimentación bio en marcas de gran consumo con bajo precio genera sospechas, y aunque parezca contradictorio no es algo de lo que alegrarnos si el modelo está basado en ajustar los márgenes a los agricultores y en escalar la producción a nivel industrial. Todo ello se contradice con la esencia de un cultivo que cumpla con los preceptos establecidos en el etiquetado bio.

Seamos honestos: es posible obtener la certificación según los márgenes legales, pero inevitablemente lleva al fraude. La democratización de los productos y alimentos ecológicos es algo deseable y muy necesario, pero si se realiza según un patrón de consumo insostenible es inviable.

Pensemos en la ropa. El fast fashion de algodón orgánico es un contrasentido; aunque en lugar de 5 euros la camiseta suba a 7 euros para demostrar que es “eco”. ¿Por qué? Porque la productividad de los cultivos ecológicos es notablemente más baja. Al reducir o eliminar el uso de fertilizantes químicos, el crecimiento es menor y por tanto los costes son más elevados y el tiempo de producción es mayor. Así pues, por pura lógica no puede seguir el mismo modelo de precios irrisorios. Lo que nos debe llevar a reducir el consumo. Menos producto, más calidad.

Ropa Biogarmentry, de Roya Aghighi en colaboración con la Universidad de la Columbia Británica.

Vacío de contenido

El término bioplástico no tiene una definición consensuada a nivel científico ni regulada a nivel legislativo. Es únicamente una cuestión de marketing supuestamente verde. Hasta hace poco, incluso los plásticos derivados del petróleo se consideraban como bio porque en su proceso de producción eran aditivados para favorecer su rápida degradación.

De hecho, actualmente la gran mayoría de los bioplásticos son un desastre ambiental que requieren de cultivos intensivos con pesticidas y fertilizantes, no son biodegradables en la práctica y son mucho más caros que los convencionales. Una silla hecha de bioplástico no es más sostenible que una producida con plástico convencional.

Sin embargo, si ese plástico bio se aplica en formato film para la conservación de alimentos, ahí sí que puede ser beneficioso y una opción ecológica. Sería genial que la comunicación y el marketing se esforzaran en hacer inteligibles los mensajes y en acercar la información veraz y objetiva al gran público sin aportar más ruido a algo tan complejo como la sostenibilidad.

Consumir con criterio

La alimentación es uno de los pilares fundamentales para nuestra salud y la del planeta. Qué comemos, de dónde procede y cómo se ha producido son claves para garantizar una dieta saludable y sostenible.

Así pues, los alimentos bio están creciendo a un ritmo enorme en los últimos años y son el gran motor del consumo sostenible. Los alimentos ecológicos reducen o evitan el uso de pesticidas, antibióticos, fertilizantes sintéticos u organismos transgénicos; estrategias utilizadas en la agricultura industrializada para evitar plagas e incrementar la productividad que a largo plazo generan impactos irreversibles en el medioambiente y enfermedades en las personas.

Es un buen camino, pero conviene no perder el criterio y el pensamiento crítico, ante todo. Un alimento ecológico traído de Nueva Zelanda con un alto coste energético en el transporte no es ecológico por mucho etiquetado que lo atestigüe. Comer carne a diario, aunque proceda de ganadería ecológica y con altos estándares de bienestar animal, ni es sostenible ni saludable.

Producir un alimento ecológico e invertir luego gran cantidad de energía en su transporte para consumirlo a miles de kilómetros de distancia no es precisamente una opción de alimentación sostenible.

Preguntas pertinentes

Puede parecer un ideal lejano, pero ¿sería tan difícil que las autoridades regularan más estrictamente la utilización de químicos en todos los cultivos de manera general? ¿Sería posible que se penalizara tirar alimentos por cuestiones “estéticas” y que se favoreciera a quien mejor lo haga y reduzca más su impacto ambiental? ¿Es tan difícil que comamos de temporada agudizando la creatividad, conectándonos con las estaciones a través de lo que comemos? ¿No es de sentido común que las producciones agrarias estén lo más cerca posible de su lugar de consumo para que los alimentos maduren en su propia planta hasta el punto óptimo?

Mientras tanto, las etiquetas bio, el criterio nutricional y la pura lógica del kilómetro 0 nos pueden acercar al objetivo más importante que tenemos como sociedad: volver a empoderarnos de la cesta de la compra, del plato en la mesa. Porque con las cosas de comer no se juega.

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