Poco podíamos imaginar que los inicios del trabajo de Antoni Arola con la luz tienen que ver con un concierto de Camarón de la Isla en la antigua Zeleste de Barcelona. Corrían los años ochenta. Arola estudiaba en la escuela de diseño EINA, y de noche ejercía de disc-jockey y técnico de sonido e iluminación en la mítica sala de conciertos del barrio barcelonés de Poblenou. Con ese y otros muchos conciertos, el diseñador descubrió el potencial creativo de la luz. Tras su paso por Estudio Lievore y Pensi, y, posteriormente, AD Associate Designers, fundó su propio despacho en 1994.
Con casi tres decenios de práctica profesional, Estudi Antoni Arola ha creado luminarias para firmas como Santa & Cole, Vibia, Simon, Viabizzuno, Metalarte o la galería Il·lacions. Una trayectoria ampliamente reconocida –Premio Nacional de Diseño 2003, cinco veces Premio Delta de Plata, dos Red Dot Design Awards y dos IF Gold, entre otros galardones– que ha encontrado, en los últimos años, una nueva dimensión: instalaciones lumínicas de gran formato. Aunque para Antoni Arola todo se reduce a una misma vocación: domesticar la luz, transformarla, hacerla suya.
¿Cuándo descubre su interés por el diseño lumínico?
La luz siempre me ha resultado atractiva. Quizás hay un momento en el que confluyen mis inquietudes un poco más artísticas (fotografía, vídeo, pintura, escultura...) con mis proyectos profesionales y con la luz, como algo que va sucediendo de forma natural. Aunque siempre hemos hecho cosas muy diversas: muebles, interiores, exposiciones, experiencias... No es un estudio que se haya especializado en lámparas. Una cosa se alimenta de la otra.
¿Cómo vive el proceso que implica el diseño de una pieza?
Nuestro trabajo puede durar uno, dos, tres, cuatro años. Te dedicas a ello, lo aparcas por un tiempo, lo retomas... Porque si no te volverías loco. De hecho, la lámpara Circus de Vibia que presentamos en el Salone de Milán es un proyecto en el que hemos invertido cinco años y ha vivido muchos cambios de rumbo. Algunos proyectos son muy directos: un dibujo plasmado de forma muy rápida. Otros en cambio vienen de una idea para la que hay que encontrar la fórmula. Pero en general tienes que olvidarte, cargarte de paciencia y volver a ello.
Entrar en su estudio es como visitar el taller de Achille Castiglioni en Milán: un espacio lleno de todo tipo de objetos.
Cuando estuve en el estudio de Castiglioni me sentí como en casa. Me gusta rodearme de objetos, pero no me considero un coleccionista. No son piezas de anticuario o cosas compradas, pero todas tienen un alma, una historia, una referencia para mí. Me van rodeando y crean este paisaje a mi alrededor. Me envuelvo de historias, de recuerdos, de energía.
Fundó Estudi Antoni Arola en 1994 y, desde entonces, no ha dejado de trabajar en colaboración con jóvenes diseñadores.¿Cómo funciona en equipo?
No sé trabajar solo. Siempre que puedo me rodeo de gente. Aunque la última decisión siempre sea mía, todo el mundo colabora. Hay gente con la que llevamos muchos años trabajando juntos. El primer día que monté mi estudio, lo primero que hice fue fichar a un joven diseñador con el que seguimos colaborando, Jordi Tamayo. Es muy difícil afrontar los retos de la creación solo. Si tienes un buen equipo, todo es más fácil.
Sus diseños lumínicos son el resultado de una gran depuración formal. ¿Cómo llega a esas formas tan esenciales?
Sintetizar es la palabra clave. Te vas aproximando a la idea hasta que encuentras el punto. Aunque sintetizar no significa simplificar. Me atrae la síntesis, pero no se trata de des- nudar las cosas porque sí. Me preocupa menos el estilo que la esencia de un objeto. También me interesa mucho la perdurabilidad de la pieza; tu reto como diseñador es que dure años. Qué gran honor que una lámpara que haya diseñado pase de padres a hijos. Ahora lo llaman ser sostenible, pero para mí se reduce al sentido común. Los grandes diseñadores como Achille Castiglioni, Ingo Maurer o Miguel Milá son gente cuyos productos llevan cincuenta años en el mercado.
Las innovaciones tecnológicas informan la creación de sus piezas. ¿Quién lleva la delantera, el diseño o la tecnología?
Ambos se van encontrando. Los artistas siempre se han acercado a las nuevas maneras de hacer: Durero inventó la máquina de hacer perspectivas, y eso era técnica pura. La técnica se aplica a muchas cosas, pero también al arte. Ahora está pasando con las luces LED, con la tecnología digital. Antes los artistas se inspiraban en la naturaleza; se pintaba lo que se veía. Ahora es al revés: los modelos ya no son los naturales, sino aquellos creados artificialmente.
En sus instalaciones artísticas es el espectador el que está en el centro. ¿Cómo plantea esos formatos inmersivos?
En realidad no pienso en el espectador, sino en el espacio, la luz y el color. Los concibo al unísono, todo va ligado. Creo que jugando con el espacio y la luz se puede hacer arquitectura. En las tres instalaciones de Fiat Lux –exhibidas de 2020 a 2022 en los festivales Llum BCN, Lluèrnia de Olot y Madrid Design Festival respectivamente– se buscó precisamente llegar a esa idea de arquitectura lumínica. El espectador lo entiende muy bien, porque puede entrar dentro, formar parte de ello. Lo que intento es que, una vez dentro, la instalación despierte su sensibilidad.
Pero estas propuestas buscan también recuperar ciertos arquetipos, modelos que van más allá de las modas y de las culturas, que son universales y en los que la gente se reconoce sin saber exactamente por qué. Es un trabajo intuitivo, nada meditado. Se trata de jugar con ideas, espacios y formas que conectan con las personas. Aquí tenemos grandes ejemplos en artistas como Miró y Tàpies, que juegan con formas muy espontáneas, muy de niño pequeño. La libertad de un niño pequeño es extraordinaria. Lo único, y más dificil, que tenemos que hacer los adultos es no perder esa libertad.
La fotografía es una práctica que siempre le ha interesado y que conecta directamente con su trabajo. ¿Cuándo veremos algo de su afición por la cámara?
¿Una exposición de mis fotos? Podría ser. En mi móvil guardo más de 95.000. La fotografía siempre me ha interesado mucho. Al final se trata de lo mismo, de la mirada. Mirar es la primera actividad de un creador. Mirar y capturar la luz, que es la vida. Ahora la tecnología es mucho más fácil y accesible. Antes el artista tenía que ser un maestro. Vermeer tenía que aprender los colores, a mezclar los pigmentos. Hoy, con un sencillo dispositivo móvil puedes fotografiar o hacer una película. Se han acabado las clasificaciones entre artista, artesano, diseñador o arquitecto. Esas definiciones son de otra época. La dilución de las fronteras entre disciplinas es una de las cosas buenas que están sucediendo hoy en día.
Su participación en la exposición Digital Impact en el DHUB Barcelona incluye una instalación y el diseño del espacio expositivo. ¿Cómo se afronta el reto de presentar una muestra de arte digital al gran público?
Hoy el arte digital se expone en el MoMA de Nueva York y la Tate Modern de Londres. Fue precisamente Vicenç Todolí, exdirector de la Tate, quien me dijo que en arte lo importante es la idea. Quién la lleva a la práctica es lo menos relevante. Michelangelo no pintó toda la Capilla Sixtina; eso hubiera sido imposible. La nueva generación de creadores digitales hace arte, pero en lugar de pinceles utilizan herramientas digitales.
Como la exposición es un gran paisaje de pantallas he intentado evitar una guerra entre imágenes, que cada una tuviera su espacio, aprovechando más la luz de la pantalla y proponiendo un recorrido más inmersivo. Hemos creado unas cúpulas que funcionan como capillas, cada una con una pieza en su interior, donde su contemplación se convierte casi en un ritual. Las cúpulas son de hace miles de años; las pantallas, de ahora. Unimos elementos muy diversos de una manera bastante transversal.