La construcción aparece como un espejismo que surge sin ostentación en medio de un frondoso olivar salpicado de cipreses, laureles, romeros y lavandas. Según se avanza, si el sol brilla, se observan destellos y reflejos que traicionan las ansias de camuflaje de esta arquitectura serena y silenciosa. El arquitecto mallorquín Antonio García-Ruiz expresa en este proyecto su amor y respeto por un paisaje que le es propio: por eso la naturaleza constituye el principal elemento compositivo y estructurador de su trabajo.
Las cajas de cristal negro que conforman la vivienda se asientan en el entorno rural sin agredirlo, como una continuidad de la vegetación mediterránea. A pesar de su evidente artificio, estas cajas son capaces de crear una sinergia entre la arquitectura y el paisaje en la que lo estructurado y lo natural fluyen. La tonalidad negra del cristal se suaviza con los reflejos de la luz y de la vegetación, provocando, en palabras del arquitecto, “la sugerente sensación de la contemplación o distracción intencionada”. La transparencia del cristal filtra hacia el espacio interior patios, terrazas, porches y la oscura lámina de agua de la piscina; todos ellos espacios de transición entre lo rural y lo agreste, que se abrazan a la naturaleza, se entrelazan con ella, sin dejar de pertenecer a la arquitectura, potenciando la relación entre el exterior y el interior.
En este escenario creado por García-Ruiz, la luz se convierte en un elemento constructivo más, a pesar de su inmaterilidad, que tiene la maravillosa capacidad de otorgar ritmo a los volúmenes y las superficies a medida que avanzan las horas del día y se suceden las estaciones. Gracias a la luz cambiante, la arquitectura toma forma y cobra vida propia: no solo ocupa el espacio, sino que deja constancia de la dimensión tiempo.
Es necesario recordar, por las dificultades añadidas que ello entraña, que éste es un proyecto de reforma. Una reforma que ha tenido como objetivo “cambiar el carácter interno de la vivienda, sus texturas y las posibilidades de uso del espacio”. No se dudó en eliminar las divisiones internas del cuerpo principal de la construcción. Ahora, cada ámbito se define por su función, las fronteras entre cada uno de ellos son más virtuales que físicas. Las puertas correderas solucionan la relación entre estancias, proporcionando la posibilidad de comunicarlas o aislarlas a conveniencia, contribuyendo a equilibrar intimidad y sociabilidad, dos necesidades tan contradictorias como complementarias en el desarrollo de la vida cotidiana.
Los dormitorios infantiles ocupan los volúmenes de la construcción original. Perpendicular a este volumen se sitúa otro más pequeño que contiene el acceso, el salón y el comedor, acristalados en todo su perímetro. Los interiores son estimulantes, muy luminosos y llenos de vida, optimismo y amplitud. Los techos, de chapa metálica, se han dejado vistos y varían en altura para dar ritmo al espacio interior. Otra de las virtudes de las fachadas acristaladas es que permiten a la luz natural viajar sin interrupciones, creando reflejos en las superficies, multiplicando la luminosidad y tiñendo los interiores de la elegante gama de verdes que presenta el paisaje. Unos verdes que armonizan con la paleta de colores básicos que se ha elegido en el proyecto de interiorismo: blanco y negro con pinceladas de rojo.
En el salón, la protagonista es la chimenea, a la que se orientan los sofás, dispuestos simétricamente en torno a la mesa Elliptic, de Charles y Ray Eames, diseñadores de gran parte del mobiliario “clásico” que equipa la casa, como la Lounge Chair, la Plastic Chair o el elefante de la habitación infantil. Este acertado despliegue hace todavía más interesantes unos interiores concebidos para el descanso, la conversación, las relaciones familiares y el disfrute de los afortunados niños pequeños de la casa que disponen de una zona común de juegos hecha a su medida.
En el dormitorio principal también el arquitecto ha perseguido el objetivo de que sea el paisaje el que vele los sueños: la cama de Patricia Urquiola queda flanqueada por dos planos de vidrio que producen la sensación de estar acostado en el exterior, pero arropado por el cielo protector de la arquitectura.
De vuelta al exterior, encontramos la piscina revestida con piedra de pizarra –que da esa tonalidad oscura y misteriosa al agua– y desbordante en todo su perímetro, produce un murmullo constante que, unido al de los pájaros que vienen a picotear las aceitunas, compone una asilvestrada banda sonora. El paso de los años se ha encargado de completar esta reforma: la vegetación ha ganado espacio y ha suavizado aún más la relación de la casa con el entorno al quedar ésta cada vez más cubierta y sombría, inmersa en una riqueza de colores, aromas y sonidos.