En las fachadas de esta casa situada en un paisaje rural belga de gran placidez se materializa una poética del objeto arquitectónico construido para la mirada, para ser visto de un modo o de otro, dependiendo desde dónde se lo mire. La casa, proyectada por Egide Meertens, se ofrece acabada como “forma”, en cada fachada, sea esta cerrada o abierta, opaca o transparente, sólida o hueca, continua o fragmentada en paneles. La cara que da a la calle puede parecerles, a algunos viandantes, que tiene una expresión demasiado hermética, y así es: la eventual curiosidad de quien pase por delante es, digamos, “cortada por lo sano”, con un portalón de acero negro y un breve muro de ladrillo visto.
Pero atisbamos, detrás, sobresaliendo, la franja superior de otro muro idéntico, que termina de componer la forma que busca satisfacer no la curiosidad por lo privado, sino la mirada. Placidez para el ojo, a través de la superficie de planos verticales. Y cuando la puerta para el tránsito peatonal se abre y sale una joven en bicicleta o unos niños corriendo tenemos una visión rápida, efímera y longitudinal del interior de la casa, un eje de claridad que va desde el sendero de piedra gris de la entrada hasta el jardín trasero, como un vector de la mirada que introduce otra dimensión (aunque sea un “visto y no visto”) en la fachada compuesta para la vía pública.
La cara que da al jardín es otra historia, o una variante del mismo relato arquitectónico. Las nubes pasan y se reflejan en los cristales de la fachada, donde la simetría básica se articula en una composición de partes rectangulares transparentes y sólidas, abiertas y cerradas, que abarca las dos plantas de la casa y crea un ritmo de contrastes, continuidades y reflejos que lejos de entorpecer el sosiego, lo profundiza y lo trasciende.
El volumen cerrado de ladrillo rojo y acero negro situado a un lado del jardín, que contiene el almacén, el garaje y los equipamientos, completa la imagen exterior del edificio. El porche y las paredes de cristal insinúan los espacios interiores, donde la sensación de placidez es transmitida a través de estrategias como las superficies límpidas (madera lacada en blanco, piedra, cristal...) que, en la mayoría de las estancias, ocultan armarios, o las claraboyas que difunden una luz tamizada en los baños y la cocina. Desde esos interiores, el paisaje circundante se presenta como retazos de una composición pictórica que combina los trazos poderosos –los altivos chopos– y los detalles bucólicos, como la entrañable estampa del burrito pastando frente a la cocina.