Es una casita blanca perfecta, posada en el paisaje agreste de Formentera, sobre un lecho de grava de piedra autóctona, y rodeada de sabinas y pinos: una isla pequeña y cúbica en el interior de esa mágica isla balear, alargada como una lagartija.
Está bien que hablemos de geometría y naturaleza (y del ancestral color blanco) al describir esta vivienda de dimensiones mínimas que ha realizado el arquitecto Marià Castelló. Se trata de una planta de 8x8 metros de lado, donde se ha incluido un programa de viviendas básico pero completo, en el que las zonas públicas (estar, comedor y cocina) actúan como espacios de distribución, logrando, así, estancias que podrían calificarse de espaciosas, dada la reducida escala predeterminada.
El conjunto de sala de estar y comedor constituye el espacio más generoso, que se prolonga hacia el exterior a través de la continuidad del pavimento y de una abertura de gran tamaño en la fachada este. Gracias a unos amplios paneles deslizables, la cocina puede fundirse espacialmente, cuando la ocasión lo requiere, con el estar-comedor. Las únicas estancias cerradas son el dormitorio, la sala de estudio y el baño.
Un proyecto austero que no olvida los detalles
Resulta interesante señalar que se trata de un proyecto modesto desde el punto de vista presupuestario, que ha determinado la opción de un sistema constructivo sencillo (un muro de carga de bloque de hormigón aligerado) y una reducida paleta de materiales que, por lo demás, confieren un aura de serenidad y armonía a la vivienda.
El pavimiento de piedra caliza Capri, casi sin juntas y con acabado pulido en el interior y natural en el exterior, contribuye en gran medida a crear esa atmósfera austera y serena.
Pero la gracia más evidente de esta pequeña casa reside en su entrada, con una pérgola que contiene un banco adosado y una mesa (diseñada por el arquitecto), y todo ello en el blanco más puramente ibicenco. La fachada (que da al este) se convierte, en cuanto amanece, en un perfecto reloj de sol a través de las sombras que proyectan –sobre la pantalla blanquísima de la pared, pero también sobre el suelo de caliza y la tierra de grava– las columnas de la pérgola. A medida que sube y baja el sol por su imperturbable órbita, las líneas de luz y de sombra nos dan la hora, nos hablan del tiempo.