Una viga antigua, con tallas en los extremos, que atraviesa el techo blanco, entre el comedor y la cocina, es uno de los elementos históricos que, luego de restaurados, han sido elegidos para dar carácter, profundidad y cierta reminiscencia rústica a la casa.
Sin duda, entrar en esta vivienda situada en Gante, Bélgica, en que parece que el tiempo no existe, la viga de madera –restaurada, pero con las grietas del pasado a la vista– nos recuerda que fuera chirría el vértigo urbano. Aquí, en cambio, la luz que entra blandamente desde el jardín y la atmósfera calma que los arquitectos Thomas Meesschaert y Jakob Vyncke han sabido crear, en el mismo centro de la ciudad, nos colocan en pocos segundos en una dimensión más sosegada de la vida doméstica. Algo así como si la arquitectura produjera una interiorización anímica del escenario cotidiano.
La claridad es la clave. Clara y simple es la circulación, a través de un pasillo central. Blancas son todas las paredes, o de paneles de cristal traslúcido. Nítidos y finos, los contornos negros de la carpintería. Equilibrado, uniforme, el contraste entre las superficies blancas envolventes y los marcos, objetos y volúmenes negros. La afinidad entre todos los componentes del proyecto de interiorismo como un sedante ambiental; como si las piezas de diseño del mobiliario, las obras de arte y la luz que viene del jardín actuaran como dispositivos de una “máquina de vivir” en plena paz (Le Corbusier no deja de estar presente, también a través de un sillón).
En el dormitorio, el uso del acero negro y las pinturas texturadas varía –“hacia lo cálido”, afirma la memoria– los acentos sensoriales. Una variación atemperada y sobria, en la claridad del conjunto. Una banda vertical de ladrillo en una pared y una bandeja hecha con una rebanada de tronco de árbol aluden, sin pavonearse, al pasado rústico.