Es imponente y a la vez confortable, primitiva e innovadora, informal y elegante, salvaje y refinada esta construcción situada en una de las islas Bahamas, al borde de las playas y la plataforma marina que más suspiros de deseo inspira en el mundo. Al final de un camino de arena desbordante de vegetación intrincada y olorosa se alza una gran escalera que conduce a una especie de pabellón. Esa parte central de la casa es, en realidad, un largo pasillo abierto que permite gozar de una perspectiva visual fascinante mientras lo atravesamos a pie.
Este espacio protagónico de la casa, al que el estudio autor del proyecto, Oppenheim Architecture, llama “pabellón”, contiene zonas de estar (sala, comedor) que se abren hacia las verandas, bien protegidas por los profundos aleros del tejado a dos aguas. El resto de las estancias están, simplemente, dispuestas alrededor de ese espacio central. A un lado, dos suites con baño para huéspedes y, al otro, la cocina y la suite principal.
El proyecto busca ofrecer una casa embebida de la sensualidad de la Naturaleza y unos espacios que proporcionan (a los habitantes y visitantes) una experiencia en sí mismos. Ya la subida por esa enorme escalera, en medio de un jardín de kentias y bananos (algunos ejemplares emergen entre los peldaños), da la sensación de estar ascendiendo hacia un cielo verde. Y luego, recorriendo las zonas del ancho y largo pabellón, entre dos horizontales de madera paralelas (el suelo y el techo) y los laterales de hormigón, la percepción es clara: no se trata de un mero lugar donde se han colocado los muebles de un vestíbulo, un salón y un comedor, sino un espacio puro, imantado por la visión del paisaje en los extremos y donde esas zonas específicas simplemente están allí, en una claridad escueta y despojada, sin entorpecer la dimensión del espacio y la atracción irresistible de semejante paisaje.
La escalera provoca el efecto de elevación a un cielo verde. El pabellón –donde prevale el vector horizontal– crea su propia dinámica especial, que mientras se detiene en zonas de confort y sociabilidad (estar, comedor) conduce la mirada hacia la abertura al exterior: el recuadro poderoso de verdes húmedos y brillantes. Y un último trayecto, un tercer camino que lleva a la playa de arenas blancas, a una costa del Atlántico que guarda el tesoro de las plataformas marinas que tanto amaba Jacques Cousteau.
El suelo del pabellón se prolonga en una gran explanada de madera que vuela sobre la vegetación abigarrada del jardín y se proyecta, visual y vocacionalmente, sobre el océano. El verde oscuro de los árboles pasa al verde casi fosfórico de la costa (parecería que son contiguos, pero media la playa) y luego a los azules cada vez más oscuros y profundos, con el festoneo blanco y puntual de las olas.