Para apreciar este proyecto en su conjunto es importante tener en cuenta que más allá de los límites de la parcela se extiende un inmenso parque, en el territorio de Flandes Occidental (Bélgica). Igual de importante es evocar las tradicionales fachadas flamígeras de ladrillo rojo y ocre de las ciudades y los pueblos flamencos. El jardín de esta casa continúa, casi sin transición, en un prado que se vuelca en el gran parque, con sus inmensos pinares. La casa se ha ubicado contra el límite del terreno que da a la calle para así poder disfrutar libremente del jardín, con tanta libertad de movimiento y amplitud de vistas como –así lo deseaban los propietarios– seguridad e intimidad.
El diseño de la casa, a cargo del estudio de Vincent van Duysen, ha adoptado una versión propia del lenguaje estilístico del modernismo de los años treinta a los cincuenta, pero originado en la tradición del estilo flamenco, a causa del uso de un ladrillo característico, reproducido especialmente para este proyecto.
Pero habría otra manera de describir las modalidades de esta casa, comenzando por los detalles y permitiendo que sean estos los que nos conduzcan a la visión global del proyecto. Como las manchas de verde intenso que sorprendemos, aquí y allá. En la cocina, una pizarra en la pared y unos vegetales de un verde oscuro, como el de las hojas carnosas y aterciopeladas que surgen de tres finos floreros de cristal en el salón. Esas breves pinceladas de verde –geométrica en el caso de la pizarra, natural en los vegetales– animan de un modo profundo (no efectista) los blancos y grises de la cocina, y dialogan íntimamente con la madera de ese interesante techo con vigas delgadas y un desnivel que permite el paso de la luz por un ventanal apaisado.
En cuanto a esas hojas de un verde aterciopelado que habíamos atisbado en los floreros del salón, parecen humildes en ese gran espacio, pero reinan sobre él con la fuerza simbólica que les da la enorme extensión del jardín, de prado y de bosque que nace en el umbral y transparenta la envoltura de cristal. Y, en el interior, esas hojas verdes de textura suave están rodeadas de unas superficies y volúmenes –suelo, sofás– cubiertos de tejidos claros y también suaves.
Pero se aprecian, al recorrer los amplios interiores, bajando una escalera, asomando por un pasillo, otras manchas de verde, enmarcadas por puertas o ventanas. Son fragmentos de césped o de árboles que se ven –como cuadros– desde el interior, anunciando el gran panorama que se abre a la mirada desde el salón. Desde allí podemos observar las filas de ladrillos alargados que cubren la pared del porche. En este caso, su color es de un ocre grisáceo, con tonos que varían según la luz.
La transición del interior al exterior se ha resuelto con una gran pérgola de cristal, con columnas y vigas oscuras que crean un espacio especialmente feliz gracias a la geometría neta de sus formas y a su dinámica comunicación entre el salón y la cocina y el jardín.