Al observar la casa desde los confines del jardín y el campo de golf, ante esa fachada compuesta de volúmenes blancos unidos y a la vez separados, ante esa línea quebrada que alterna planos blancos y huecos acristalados, parecería, por momentos, que se trata de un conjunto de viviendas, a la manera de esos pequeños caseríos encalados tradicionales del sur mediterráneo, que combinan una serie indisoluble de piezas semejantes (en lo estético y lo social), separada cada una en su privacidad, pero solidaria, unida, pegada a sus vecinas.
Y algo de eso hay, en realidad, ya que los propietarios pidieron al arquitecto Valentín de Madariaga una vivienda con siete dormitorios –los de los hijos, en un módulo independiente–, cada uno con su correspondiente cuarto de baño, un gran salón, el comedor, la cocina-office, el lavadero, la bodega, un gimnasio, amplias terrazas, patios, dos piscinas –una para nadar y otra para el chapoteo de los niños– y un jardín que declinara hacia el campo de golf.
Para materializar el programa solicitado, el arquitecto proyectó una vivienda organizada alrededor de un eje central, paralelo a la calle, formado por una galería para exposiciones de arte contemporáneo con más de sesenta metros de largo que cruza la casa y sirve de elemento de comunicación entre los distintos módulos. En sentido perpendicular a ese eje central surgen otros, secundarios, que comunican las áreas públicas y las privadas, la calle, la casa y el jardín. Es el caso del eje conformado por la relación entre el módulo que contiene el gimnasio (que es el que puede apreciarse en la apertura del reportaje), la piscina para nadar y la pool house.
Un tercer eje perpendicular a la galería conecta la entrada peatonal con el patio de acceso, el zaguán, el vestíbulo, el porche y el jardín. A ambos lados de este eje se encuentran el salón principal y el comedor. A la derecha se ha ubicado la zona de servicio, la cocina, el garaje y el gimnasio. Hacia la izquierda encontramos los dormitorios y patios para tomar duchas al aire libre en verano.
Este mapa de comunicaciones, de aperturas de un espacio hacia otro, contrasta con la fachada ciega que no deja ver desde la calle absolutamente nada de lo que ocurre en el interior. Hasta tal punto que, desde fuera, el edificio adquiere, por momentos, una belleza escultural, casi abstracta, a través de esa línea despareja de cubos altos, ascéticos, enigmáticos. Al entrar, comprobamos cómo la casa va abriéndose en sucesivos espacios hacia el jardín y el campo de golf. La fachada es aquí opuesta a la que da a la calle, y en lugar de cerrarse al exterior actúa más bien como una invitación a salir. Grandes terrazas cubiertas actúan como zonas de transición hacia el green.
La piscina, flanqueada por una doble fila de palmeras de troncos esbeltos, conforma un camino en lo simbólico y en lo formal, una correspondencia de líneas, un elemento de unión entre las figuras del exterior que, reflejadas en los cristales de la gran abertura a doble altura en un extremo del edificio, penetran en el interior. Y, para mayor gloria del vínculo formal creado entre reflejos, vemos en el agua de la piscina la imagen duplicada de la entrada de cristal. Un juego impecable de correspondencia de líneas entre el exterior y el interior, entre lo sólido y lo líquido, lo construido con la materia y su imagen en el espejo del agua. Todo son “formas” que se combinan y se fusionan.
Otro modo en que aparecen las palmeras –asomando por encima de algunos cubos blancos que configuran la fachada ciega– es como un indicio orgánico de lo que habita en el interior de esos volúmenes cerrados a la mirada pública. La casa ofrece, hacia dentro, distintos grados de intimidad, vías de comunicación y de transición entre los reductos privados y los espacios de encuentro de toda la familia, los salones, las terrazas y el jardín. Así como fuera las palmeras “dibujan” (enfatizan, remarcan, ascienden), en los interiores otros elementos (una alfombra aquí, una colección de cuadros allá) colorean e iluminan la blancura imperante.