"El arquitecto más importante de nuestro tiempo”. El sondeo de la edición norteamericana de la revista Vanity Fair es concluyente: no hay ningún proyectista vivo más famoso que Gehry. Y, lejos de minusvalorar ese título, él lo cita como única referencia en la web Gehry Technologies. Al fin y al cabo, es cierto que Frank Gehry (Toronto, 1929) es conocido por el gran público, algo que prácticamente nunca sucede con los arquitectos vivos. No es de extrañar, pues, que Gehry se haya convertido en personaje de una película (Sketches of Frank Gehry, de Sidney Pollack) y que haya aparecido en la serie de dibujos animados Los Simpson, o que en 2009 diseñara un sombrero para Lady Gaga. Tampoco sorprende que celebrase su 82 cumpleaños en Nueva York, en el piso 76 de la Torre Spruce, su primer rascacielos, acompañado de sus amigos de siempre –el escultor Claes Oldenburg– y de sus compañeros de estatus: actores y cantantes como Candice Bergen, Ben Gazzara o Bono. ¿Qué otro arquitecto celebraría su cumpleaños con el cantante de U2?
Él afirmó entonces que su padre “nunca vio en mí a un creativo, sino a alguien despistado. Por eso, levantar un rascacielos en Manhattan, la ciudad a la que mi padre llegó como inmigrante, fue importante”. Parece mentira que con el aire tranquilo que desprende, Gehry arrastre una biografía de miedos. Pero hubo uno que le hizo cambiar de apellido. Dejó de ser Goldberg para ser Gehry cuando tenía 25 años. “Lo hice por miedo a que mis hijas –las de su primer matrimonio– sufrieran por ser judías el acoso que yo padecí de niño en Toronto,” declaró. Ese estatus, que el arquitecto disfruta acumulando encargos, contrasta con la acusación de autoparodiarse en sus últimos trabajos que persigue a Gehry en la prensa especializada. Las dudas sobre el efecto que el paso del tiempo tendrá en sus edificios y la polémica surgida en torno a algunas de sus obras más recientes, como el edificio que le encargó el Massachusetts Institute of Technology, MIT –que denunció al arquitecto cuando el inmueble se agrietó y aparecieron goteras–, o el proyecto para levantar el monumento a Eisenhower en Washington –que debía empezar a construirse hace 8 años y que la familia del antiguo presidente de los EE.UU. consiguió parar– dibujan la otra cara del éxito, la de la resaca y la duda.
Entre encargos, aplausos y críticas, Gehry continúa en activo y defiende que su arquitectura “no es extravagante, sino expresiva”, al tiempo que advierte de lo que se avecina: “Llega una época reaccionaria dispuesta a acallar el sentimiento de la arquitectura”. Y ofrece su propuesta: “Hay quien no tiene bastante con la frialdad moderna y le pide a la arquitectura más jugo, más arte”. Gehry se ha cansado de repetir que la expresión de sus trabajos no es un capricho: “Sino el resultado de la técnica y la investigación”. Para investigar, precisamente, fundó una empresa dispuesta a calcular los volúmenes imposibles de trabajos como los suyos, Gehry Technologies.
A finales de los años setenta, tras décadas firmando piezas blancas del movimiento moderno, Gehry encontró su oportunidad transformando su propia casa. Tenía 50 años y quería ser el arquitecto que llevaba dentro “y que mi padre nunca llegó a conocer”. Hoy, cuando sus edificios no encuentran acuerdo a la hora de ser juzgados como los más creativos o los más torturados, él continúa diciendo que es un hombre de gustos sencillos y que su comida favorita es “el flan que me hace Berta”, su mujer desde hace 38 años, la madre de los hijos para los que construyó una casa con la que, 25 años después de cambiarse de nombre, comenzó, por fin, a ser Frank Gehry.