No basta con levantar la vista para admirar la Torre Chrysler en la calle 42 de Manhattan. Entren en el vestíbulo. Imaginen lo que sintieron sus dueños cuando William van Allen les presentó un rascacielos déco ornamentado con llantas de coches. Si el Museo Guggenheim les parece icónico, visiten su versión moderna de la mano de Rem Koolhaas en la Biblioteca de Seattle, que también se vale de rampas para movilizar a los usuarios.
Al autor del Guggenheim, Frank Lloyd Wright, le encontrarán en el desierto su lado más privado. Llegó a Arizona buscando el clima seco y fundó allí su segunda casa-escuela. Para levantarla, sin agua ni electricidad, vivió dos años como los propios estudiantes, en tiendas de campaña. Juntos, con piedras, arena e imaginación, construyeron toda una lección arquitectónica.
Todos estos lugares son clases magistrales. Y todos tienen en común el riesgo y la transformación. Su presencia alteró las ciudades donde se ubican, pero también transformó a quienes los hicieron. Por eso hoy nos afectan cuando los visitamos.
Sucede en algunos nuevos parques. La ciudad habla en ellos con optimismo. Las artes celebran la vida en la calle en el Millenium Park de Chicago, y el Parque Madrid Río habla de esfuerzo y humildad por parte del equipo de arquitectos que lo firmó, un colectivo que no buscó dejar más marca que un vacío acogedor para que se pasee y juegue la gente.
La gente (y no el poder) es por fin la protagonista de algunos de los mejores proyectos con los que ha comenzado el siglo. La Biblioteca España de Gian Carlo Mazzanti en Medellín transformó la cotidianeidad de los habitantes de un barrio de vivienda autoconstruida. También el Guggenheim de Frank Gehry cambió la ría, el propio Bilbao y su percepción internacional.
Todos los lugares que hemos elegido son visitables. Suban por los tubos del Centro Pompidou de París de la misma manera que si llegan algún día a São Paulo deben atravesar las rampas del SESC (Servicio Social do Comercio) que Lina Bo Bardi levantó en 1986 en el barrio de Pompeia. El centro es como un barrio con calles y sin rejas; lo cuida la gente. Tampoco tiene barreras el Cementerio de Estocolmo que, como los mejores camposantos, se ha transformado en un gran parque para los vivos.
Entre la minuciosidad de las joyerías del Pritzker Hans Hollein, en el corazón de la Viena Imperial, y la monumentalidad de la Ópera de Sidney de Jørn Utzon, se abre el debate sobre si es lo ingente o lo diminuto lo que resume el carácter de una ciudad. Entre lo pequeño, el pabellón barcelonés de Mies van der Rohe compite con sus casas más famosas. Y gana.
Por último, si el mejor Le Corbusier se alzaba sobre pilotes para no interrumpir la ciudad, el edificio que abrió la puerta a la experimentación de Herzog y De Meuron es una celebración de la fiesta del arte contemporáneo. Pensado hacia dentro, más que hacia fuera, la Tate Modern de Londres no tiene tubos como el Pompidou, pero es una auténtica máquina difusora del arte actual entendido como parte de la ciudad.