Saul Steinberg (un artista colosal y multifacético, no muy conocido en el orbe hispánico) nunca olvidó su formación como arquitecto en Milán, después de haber huido de su natal Rumanía donde su condición de judío lo exponía a la barbarie nazi.

Cuando la barbarie dominó también Italia, se exilió en los Estados Unidos, donde alcanzó realmente la gloria como ilustrador de las portadas y de innumerables viñetas para The New Yorker, una de las revistas más prestigiosas del mundo, y notablemente a mediados del siglo pasado. Le Corbusier, Mark Rothko, Henri Cartier-Bresson, Charles y Ray Eames (y toda la vanguardia intelectual y artística que residía o pasaba por Nueva York) solían reunirse en su casa de piedra rojiza de la calle 71 Este.

La ironía expresada por Steinberg en sus viñetas es tan fina (y clarividente) como las líneas de sus dibujos. Fue el cronista delineante del paisaje neoyorquino, y cabe imaginar al joven arquitecto (descreído de la práctica) hipnotizado por la monumentalidad racional de los edificios, por la perfecta modernidad de la metrópolis. Y lo imagino con el lápiz que trazaba planos en Milán ocupado ahora en delinear fachadas como fondos de escenarios bullentes de vida urbana, poblados de personajes satirizados con irresistible gracia, caricaturizados como animales fabulosos o en actitudes de hondo desconcierto. Un lápiz capaz de dibujarlo todo, de expresar el mundo entero en líneas, incluso en una sola línea que va deslizándose por las curvas de un pabellón elevado, aterrizando en planicies de hormigón ingrávido, zambulléndose en lagos surreales o enredándose en un extraordinariamente preciso abigarramiento de símbolos visuales callejeros.

Y con líneas entintadas y acaso nostálgicas, hace brotar los profundos pasillos abovedados de la Galleria di Milano, con una multitud de figuritas filiformes perfectamente diferenciadas pero enzarzadas todas en peleas, con los bracitos levantados en la inmensidad del espacio arquitectónico y acaso del destino. Es la “astucia tierna y lúcida que utiliza Steinberg para leer el mundo”, como escribió Roland Barthes.

Por Ana Basualdo